miércoles, marzo 25, 2009

VI.

Por la mañana me desperté sin saber donde me encontraba. Nada de lo que había en esa habitación se me hacía familiar y mucho menos era mi dormitorio. Yo nunca compraría muebles tan feos ni permitiría que las cortinas estuviesen tan descoloridas. Dos segundos después lo recordé todo. Hubiera deseado que no fuera así pero ya era demasiado tarde y un poco de dolor afloró a la superficie. No podía rendirme. Me levanté y fui hasta el cuarto de baño. Su aspecto no era mejor que el dormitorio, pero al menos estaba medianamente limpio. Suspiré. Podía ser peor. Después de quince minutos salí cerrando la puerta detrás de mí.

Mientras bajaba las escaleras, me encontré con el muchacho de recepción. Le hubiera dicho algo por mirarme de aquella forma pero no ganaría nada con ello y probablemente lo que pudiera decirle no serviría más que para divertirle. Cuando lo conocí la noche anterior al registrarme no me gustó. Su mirada y su forma de vestir me dijeron que lo mejor sería no tener mucha relación con él; por ello, me limité únicamente a darle los buenos días y continuar mi camino hacia el pequeño café.

Una vez allí, me senté en una mesa junto a la ventana. El sol era reconfortante sobre mi piel. Cerré lo ojos y me dejé llevar por la sensación. Era magnífica y había en ella algo parecido a la felicidad. La camarera me arruinó el momento con un desquiciante carraspeo que poco después se convirtió en tos. Me miró como si le importunara que le diera trabajo. Lo pasé por alto y me limité a pedirle un café y un croissant con mermelada. Después realicé el camino inverso de vuelta a la habitación, recogí lo poco que había sacado de la maleta y volví a la carretera.

Tras unas cuantas horas, el sol parecía sentarme bien. Me animé a bajar la ventanilla y dejar que el aire moviera mi pelo e incluso encendía la radio. Llevaba muchos días sin sentirme tan optimista como en ese momento. Tenía que prolongarlo. Y fue en ese instante, mientras tarareaba la canción que sonaba el la radio, que vi el cartel:

Red Hills 3 millas

Algo me dijo que tenía que pasar por ese pueblo y dado que era casi la hora de comer cuando lo divisé, no me pareció mala idea. Una vez que tomé el desvío, a carretera me llevó hasta otra más estrecha custodiada por árboles a través de cuyas hojas y ramas se filtraba el sol. Poco antes de entrar en la calle principal, el cartel de bienvenida me saludó:

Bienvenido a Red Hills
Población 3657 habitantes

No pude evitar esbozar una sonrisa. Conduje por la calle principal. La vida parecía ser sencilla y tranquila en Red Hills. La gente paseaba por la acera, paraban a saludar a algún conocido y volvían a sus quehaceres. Una mujer con varias bolsas en las manos llamaba a su hijo quien se había alejado demasiado, él le pe día que le comprara caramelos; varios hombres mayores conversaban en un corrillo mientras que un muchacho entraba varias cajas en el interior de un comercio. Todo parecía estar programado y todos, felices de seguir el programa establecido. No se parecía en nada a la vida de la ciudad, donde todo eran prisas, ruido y cláxones de conductores impacientes sonando por que hay un atasco o por que tardas dos segundos más de lo esperado en entrar en un rotonda.

Giré a la derecha y entré en una calle secundaria. Al final de la misma encontré un bar-restaurante con estacionamiento. Aparqué y entré en el local. Había varias personas almorzando. Me senté en una mesa.

- Buenos días ¿Qué va a tomar?- preguntó la camarera.

Sería unos diez años mayor que yo, morena y ojos claros. A simple vista parecía una buena persona. Cogí rápidamente la tabla y pedí el primer plato que vi.

- No creo que sea buena idea, encanto. No quieras saber por qué – dijo sonriendo.

Le sonreí.

- Está bien ¿Qué tal el filete con patatas?
- Excelente elección ¿Y de beber?
- Agua mineral

Minutos después estuvo de vuelta con mi comida. Mientras tragaba observé el lugar con detenimiento. Allí todos se conocían. Se llamaban por sus nombres y se preguntaban por sus familias y achaques. Yo nunca había estado mucho tiempo en ningún sitio. Mis padres murieron en un accidente de tráfico cuando yo tenía diez años. Tuve varias familias de acogida, pero resultó que estar con extraños no se me daba bien y un juez me envió a una institución de menores. Aquella no fue la mejor época de mi vida y cuando salí a los 18 decidí que tenía que hacer algo con mi vida. Acabé el instituto y conseguí un empleo. El primero de varios. Desde entonces había vivido en seis ciudades distintas. Nunca me quedaba demasiado tiempo en ninguno como para acostumbrarme a ella y desear quedarme. La camarera interrumpió mi vuelta al pasado.

- ¿Está todo bien, cariño?
- Si, todo riquísimo
- ¿Quieres algo más?
- No, gracias. Me marcho – dije incorporándome de la silla mientras dejaba un billete sobre la mesa.
- Espero volver a verte – dijo sonriendo.
- Tal vez- dije a modo de despedida antes de salir por la puerta.
- Cuando quieras – la escuché decir.

Tras recorrer el pueblo durante la tarde, decidí quedarme al menos un par de noches en Red Hills. Me registré en el único hotel del pueblo. Era una gran casa situada a las afueras del pueblo. Había sido remodelada para albergar algunas habitaciones en la planta baja, pero conservaba un salón grande dominado por una imponente chimenea, los sillones estaban agrupados en torno a las diferentes lámparas de pie. El exterior conservaba la apariencia de una casa, de no se por el cartel que ponía Hotel no se hubiese distinguido de las casas particulares que la rodeaban. Por lo que pude observar, no debía de haber más de diez habitaciones; la chica de recepción me informó muy agradablemente de que todo estaría tranquilo, apenas tenía clientes. Me acompañó a la planta de arriba y me introdujo por la segunda puerta a la derecha. La habitación era realmente adorable, simple y bonita. La pared estaba empapelada, las flores de color azul eran preciosas sobre el fondo blanco, había también una ventana con su cortina semitransparente así como una cómoda y una cama con un baúl de madera a sus pies. A poca distancia de la cama había un pequeña puerta, el cuarto de baño. Era pequeño, pero el espacio estaba aprovechado al máximo para albergar un lavabo, una ducha y un inodoro.

Una vez que me hubo mostrado todo, la muchacha me deseo una feliz estancia y salió por la puerta sonriendo. Coloqué unas pocas cosas en la cómoda y tomé una ducha.

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